Chamanes Eléctricos en la fiesta del Sol

 

    Si hay algo que me maravilla de la escritura de Mónica Ojeda es el toque tétrico que consigue imprimir en escenarios a plena luz del día. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol es la última novela de la autora ecuatoriana residente en Madrid, publicada apenas hace un mes y medio. Al leerla puedo reconocer sus rasgos más distintivos: la multiperspectiva gracias a la combinación de narradores con acentos de diversas latitudes americanas, la violencia como telón de fondo, los escenarios locales, en este caso andinos, la mezcla de la cotidianidad y lo telúrico, el abandono, la búsqueda del amor, la incomunicación y la lírica. Muchos de estos puntos se repiten a lo largo de sus obras anteriores, están presentes en Nefando (2016) y por supuesto en Mandíbula (2018), sin embargo, en esta novela el lenguaje poético alcanza su cénit.

Mónica Ojeda (Lisbeth Salas) extraída de El Confidencial
  Lo que quería era escapar, pero escapar no era un sitio en donde poder quedarse. La huida va hacia lo incierto como la yeguada bajo la tormenta: si uno quiere sobrevivir debe encontrar un refugio, un punto en el que guarnecerse.

    La obra se encuentra dividida en seis partes en las que asistiremos a las vivencias en primera persona de Nicole, Pamela, Pedro, Mario, las cantoras y también de Ernesto. Los cuatro primeros personajes deciden acudir al festival del Ruido Solar y será en este encuentro musical al pie de un volcán donde conoceremos las relaciones que se establecen entre los propios personajes, su estrecha conexión con la música como vía de escape y las historias personales que traen consigo. Todos ellos acaban entrelazados por la particular interacción de cada cual con alguien que nunca habla pero sobre el que oscila toda la novela: Noa, cuyo motor principal es la búsqueda del padre.

Me costaba entender que deseara estrechar lazos con quien no quería saber de ella. El amor no se reclama, el desamor no se cuestiona.

    Toda la novela tiene ecos de otras grandes obras de la literatura, la búsqueda del padre con ese fondo fantasmal, tétrico y en medio de una tierra yerma y áspera me trae recuerdos sin dudas al gran Pedro Páramo, mientras que las voces de las cantoras con sus malos augurios y canto al unísono tiene reminiscencias del coro de la tragedia griega.

La poesía y la música atraen a los que están perdidos y necesitan encontrarse.

    El abandono en la obra se convierte en el tema central por la maestría con la que está tratado y se alza frente a otros temas también presentes como el amor, la muerte, la violencia, el deseo o la huida. Esta maestría viene dada porque tenemos la versión del que abandona y no del abandonado, lo que nos da una panorámica novedosa y tremendamente cruel. No se trata de un intento de justificación sino de la afirmación del abandono y la aceptación de sus consecuencias.

Lo que me une a mi hija es la culpa de no haber sido su padre. La culpa de sentirme mejor lejos de ella, menos torpe, menos inútil. 

 


 Todos estos componentes se refuerzan gracias al lenguaje poético y metafórico, el ritmo circular y agónico que recuerda al estribillo de una canción que se repite y avanza lentamente por estrofas y que acaba asfixiando al lector y a los propios personajes ya rotos de por sí. 

Si te gustan las películas de terror folk como Midsommar, los festivales de música y la poesía, esta novela de Mónica Ojeda llamará tu atención sin dudarlo. 


A todo puede acostumbrarse una persona menos al desamparo que lleva adentro

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